Distantes como el secreto de una señal anunciada
por el trigo que los difuntos siegan más allá de los campos
abismados en el estigma de murallas de hierro…
por el trigo que los difuntos siegan más allá de los campos
abismados en el estigma de murallas de hierro…
cercanos como las cenizas de la perpetuación que dictan al pie de los oráculos
el trazado de un espacio no revelado a lo que nacerá otra vez
en el seno de lo que habita en el aura sagrada del berilo;
mensajeros del tiempo que se levantan en la memoria de la gran añoranza
del otro lado del no estar con la visión inclinada hacia la sombra
de los que no beberán las aguas de Leteo ni dejarán algo de sí
en el umbral de cada puerta leída en las tablas de piedra de la diosa.
Barro animado que se eleva hasta los humos del altar,
leche de cabra que nutre los siete pasos hacia los puntos cardinales,
llamado desoído por la hierba que de la providencia crece
en un murmullo de ofrenda que esgrime el sortilegio de las constelaciones.
Habitantes de la legión del más allá:
de los encadenados a la tierra
de los que no han de volver más
de los que no han venido aún.
Ángeles establecidos en el uno,
sobrevolando el resplandor de los espejos en la permanencia de la duración
donde un cántico recoge las palabras de “pase” que nadie dijo más,
el último llamado que prolonga la voz de una estación
que nace debajo del silencio lo mismo que el signo de un olvido;
sentencia que abre hacia el revés de todo nacimiento,
dominio inalcanzable por las migraciones del alma
cumplidas en cada cuerpo de morir.