A veces los veo llegar,
marcando un paso antiguo que ya no
practicamos,
siempre en la víspera de cada nacimiento
inalcanzable
cosiendo sus mejores llantos y sonrisas
al dorso de la gloria de un recuerdo.
Algunas otras rezan al lado de la puerta
de un día mal divinizado
como intentando asirse al término de edades
que batallan
donde quiera que, aún exánime,
la esperanza asista un más allá del más acá.
Fuera de todo dictamen de los ojos,
se inclinan, honran el polvo que los guarda,
y se permutan fechas, gestos…
el contén de una inocencia nutrida de sus
sangres,
la sombra de la sombra de algún ido papel
pegado bajo el banco
del último parque con fuentes de su historia,
donde la luz era posible desde el instante
mismo de la luz
y el dolor –un no sé qué- mezquino acreedor
del vuelo de una lágrima.
A veces los veo venir,
menos esclavos de la soledad,
hincados sobre lavaderos de
esperanzas,
para ofrendarnos a propósito del mundo ya
inasible de sus almas
la pepita del tiempo de un mañana.
Esteban D. Fernández
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